Mambí
Con Cristo o contra Cristo
Ante el paredón de fusilamiento
Nuestros Mártires gritaban
"Viva Cristo Rey"

Con Cristo o contra Cristo

Mons. Enrique Pérez Serantes
Arzobispo de Santiago de Cuba
23 de Diciembre de 1960

 

No escribimos por el simple hecho de escribir, y menos por el de combatir o molestar.

Por nuestro Dios, por nuestros hermanos, por nuestra patria empuñamos honesta y virilmente nuestras armas, la de la verdad y de la justicia, calzando el suave guante del amor, que deseamos sea siempre nuestro distintivo.

Actuamos, como lo hemos hecho siempre, totalmente libres de extrañas influencias, consagrados al exclusivo servicio de Dios y de la patria, "pro aris et focis", como decían antes.

Escribimos ahora, como escribíamos hace dos años, como hemos escrito siempre, con energía y sin temor, pues pudiendo no hemos sabido callar nunca frente a una injusticia, y esto lo saben y lo recuerdan todos los que no sean advenedizos, desmemoriados o sectarios.

Escribimos tantas llamadas Pastorales, por ser ya el único y costoso vehículo de publicidad, que se nos ha dejado, para el cumplimiento de nuestra labor pastoral, ya que ahora la prensa, el radio y la televisión constituyen un lujo exclusivamente reservado a los que nos combaten.

El que otra cosa diga, piense o escriba, dice mal, piensa peor y escribe al revés; pero ya se sabe de sobra que cada cual da de lo que tiene, si no da de lo ajeno.

Es cierto que combatimos el comunismo, como otrora hemos combatido el capitalismo materialista; y no seríamos dignos del nombre de cristiano y de sacerdote si, pudiendo hacerlo, no lo hiciéramos, porque así nos lo dicta nuestra conciencia, en contra de la cual no estamos dispuestos a actuar sean cuales fueren las armas que se esgriman contra nosotros y quienquiera que las esgrima, ni las amenazas que se nos lance o los epítetos más denigrantes para caracterizar nuestro nombre. Para nosotros, a estas alturas, si alguna vez en la vida ha existido, la hora de temer ya pasó

Combatimos el comunismo, no por espíritu contrarrevolucionario o partidarista, ni por motivos simplemente económicos o sociales, sépase de una vez: lo combatimos, porque con ello sabemos que prestamos un servicio positivo, mientras cumplimos también con un deber sagrado. Sabemos, en efecto, que a la hora presente no hay en el mundo más que dos frentes, que se encuentran cara a cara. Uno, compuesto por los que están en armonía con Dios, los cuales están dispuestos a dar su vida a Dios y por Dios. El otro frente lo integran todos los que, consciente o inconscientemente, tratan de eliminar a Dios y borrarlo enteramente de la vida humana: éstos son los superhombres (ellos se lo creen) que se bastan a sí mismos. Nuestra Iglesia ha enarbolado la bandera del primer frente desde hace 2000 años; el comunismo viene enarbolando la del segundo, desde hace muy pocos años. La Iglesia enarbola la bandera de Cristo; los comunistas, la de Marx. Como se puede ver, no es la Iglesia la que ha ido a buscar a su enemigo.

Con la Iglesia, que sabe bien lo que hace, y nunca por capricho hemos condenado a su debido tiempo las injusticias sociales cometidas por el capitalismo materialista, a ciencia y paciencia de los que pudieron y debieron impedirlas. Si el comunismo se redujera a una viril reclamación de un orden más justo de la sociedad a favor del pueblo necesitado e indefenso, nunca hubiera sido condenado por la Iglesia, ni tendríamos nosotros nada que decir en contra de él; antes bien, estuviéramos a su lado, como estamos al lado de la Iglesia, la cual mucho antes que el comunismo condenó enérgicamente el capitalismo liberal en defensa, como siempre, del necesitado, del maltratado. Pero condenamos el comunismo por motivos de orden superior, como una exigencia de la verdad y de la justicia, emanadas del Evangelio; lo condenamos, porque ataca sin piedad la religión con el decidido propósito de destruirla y porque tiene marcado empeño en destruir la estructura social sin dejar nada en pie.

Combatimos el comunismo, porque debemos aspirar a que las ocho bienaventuranzas, la Carta Magna del Evangelio, no sean letra muerta, y sí los sólidos pilares que sostengan la complicada estructura del edificio humano en todos los aspectos de la vida, ya que por sí sola no puede sostenerse, ni aun con la ayuda del brazo fuerte y del cerebro aún más fuerte de sus miembros más conspicuos.

Combatimos el comunismo, porque amamos la libertad, y porque nos asusta sólo pensar que vaya a haber un solo amo, y que éste sea el Estado. Repudiamos la esclavitud de donde quiera que venga.

Queremos ser regidos por la sapientísima voluntad de Dios, porque sólo con ella y por ella puede limpiarse la conciencia de los humanos del temor, del odio, de la codicia, de la venganza y de todo lo demás que, lejos de ennoblecer, envilece y degrada al hombre, haciendo de él el más temible y el más repugnante de todos los seres que pueblan la tierra.

Queremos ver la voluntad de Dios, y no el materialismo sin Dios, rigiendo los destinos del mundo, cuya renovación ansiamos y por ella luchamos, conforme al plan divino, pues cada día estamos más convencidos de la verdad que encierran estas palabras: "Los hombres deben escoger entre ser gobernados por Dios, o condenarse ellos mismos a ser regidos por tiranos". La disyuntiva es: el amor o el látigo.

Estamos bien convencidos de que nuestro destino es obedecer la dirección de Dios, mediante la observancia plena de su Santa Ley, y que el verdadero combate hoy en el mundo no se realiza precisamente entre las diversas clases sociales ni entre las razas. El combate es a brazo partido entre Cristo y el Anti-Cristo. A escoger, pues, cada cual a quien prefiere tener por Jefe.

En esta era tan alejada de Dios y tan descristianizada, bajo el poder del mal en gran parte, se impone imperiosamente una revolución, no del estilo de las corrientes, más o menos efectivas y efectivas, más o menos recomendables; se impone dar vigencia a la gran revolución del espíritu, la que trajo Jesucristo, la única que puede triunfar del imperio de la materia y de todo lo que de ella nazca. Lo único que puede defender nuestro hemisferio y aun el mundo entero en esta hora crucial en que confrontamos el mayor peligro, es el armamento ideológico, no el desacreditado de las arenas al uso, sean o no nucleares, cuya existencia acusa manifiestamente un retroceso en el camino de la civilización cristiana. Es necesario el armamento siempre vigente de la justicia y la caridad.

Y con nosotros tienen que aprestarse a la lucha, si no quieren sucumbir, todos los que no hayan renegado de Dios, ni de su santa Ley, aunque no sean católicos. En particular, deben luchar a nuestro lado codo con codo, los que aspiran a vivir la vida del Evangelio. Con nosotros, los patronos honestos. Con nosotros, los trabajadores que desean ver reconocidos y respetados sus derechos humanos; pero, de un modo particular, de nuestro lado, los católicos disciplinados, los de ortodoxia bien probada, los que lo sean de verdad, los que no padezcan confusión respecto al capitalismo y al comunismo. De nuestro lado, con la Iglesia, todos los que sepan y quieran anteponer los valores perennes del espíritu a los deleznables de la materia; todos, en una palabra, los que prefieran el amor al odio, el perdón a la venganza, la justicia y la caridad a todos los bienes terrenos.

Desechando el capitalismo caduco, y declaradas insuficientes las soluciones pobres que el comunismo ofrece, se impone presentar y abrazar la única solución válida, estudiando y difundiendo y aplicando la ponderada y sabia doctrina social de la Iglesia, desconocida de la inmensa mayoría de los improvisados sociólogos, que se han destapado, que presumen saberlo todo y pretenden amaestrar a todos y anatematizar a todos los que le salgan al paso o no se plieguen a su imperio y todo en nombre de la libertad y de no sabemos cuantas otras cosas, nada más que porque ellos tienen derecho a estar en la oposición, porque ellos pueden combatir, porque actuando con el despotismo con que lo hacen, están fomentado (así parece que lo entienden) la perfecta unidad de la familia cubana, que en realidad han venido a dividir. ¡Curioso!

Mas, para actuar como es debido, es indispensable que cada cual empiece por renovarse a sí propio, triunfando de sus concupiscencias, desterrando su ignorancia lo posible porque Dios reine en sus corazones; y que los que no queremos ser testigos y menos provocadores de la hecatombe social, que amenaza al mundo entero, no miremos tanto a lo que nos divide de los demás sectores ideológicos, cuanto a lo que nos une; ya que se impone la más estrecha unión; y porque todos necesitamos de los demás en la ardua faena de robustecer nuestro frente, para no ser barrido por el otro, más o menos alineado ya en orden de combate.

Por lo que en particular toca a los católicos, sepan que ha llegado ya la hora de demostrar la capacidad de nuestra resistencia y la de nuestra preparación para la lucha.

Se está, de hecho, librando ya abierta batalla contra la religión de Cristo, que es la nuestra; y al estilo de siempre, se han conjurado los magnates del otro frente y sus secuaces, y se prestan todos a luchar contra el Señor y contra su Cristo"; ni más ni menos, como ayer, como siempre.

Los budistas, los confucionistas, los mahometanos, los judíos y otros similares a éstos nada tienen que temer, al menos aparentemente; porque abiertamente la guerra no se ha desencadenado contra ellos: por razón de su credo religioso, al menos por ahora, nadie les molestará.

También nos dejarían a buen seguro en paz a nosotros, si abominásemos de Cristo y de su Vicario en la tierra; y hasta seríamos muy celebrados y aplaudidos, si tuviésemos la desgracia de ingresar en las filas de los apóstatas. Los irreligiosos, los indiferentes y los ateos gozan todos de franquicia en el campo de la agresión, y son libres para hacer de su capa un sayo, y para vivir como les venga en gana.

Para combatir nuestra religión cristiana cuánto esfuerzo realizado, cuánto dinero invertido, cuánta propaganda, y a veces infame, cuánto papel gastado, cuánta tinta perdida, qué empeños dignos de una causa noble, sana y fructífera, qué campañas de descrédito, cuánta literatura insana y hasta sucia, Y todo, en nombre de la libertad, en nombre de la cultura, en nombre del pueblo. ¡Quién lo iba a pensar, y menos a decir!

Y nadie ha podido probar jamás que la doctrina cristiana, tal como la Iglesia la enseña, no sea sublime y excelsa; nadie, que su moral no sea Purísima y necesaria para vivir recta y honestamente.

Es, por el contrario, cosa de todos sabida que los maleantes de todos los tiempos, que los viciosos y corrompidos, y los mismos traidores, han tenido necesidad de despojarse, antes del ejercicio de sus faenas, del manto de la moral cristiana, o, como quiera que sea, vivir al margen de la misma para actuar a su talante, libres de trabas; porque el Decálogo y los Evangelios con la rigidez propia de la armadura cristiana son arreos que aprisionan demasiado, que no dejan flexibilidad para ciertas actividades ni válvulas de escape. Esto no quiere en manera alguna decir que no siga siendo verdad aquello de que "ni son todos los que están, ni están todos los que son", pero esto como una excepción. Nadie asimismo puede en verdad decir que los triunfos del comunismo, y sus llamadas conquistas se deban a la eficacia y a la bondad de los principios de su doctrina materialista y atea, sino al poder brutal de la fuerza, férreamente impuesta y mantenida a sangre y fuego en todas partes sin tregua y sin piedad.

Como valeroso y pundonoroso soldado, cuyo decidido y firme amor a la patria no lo comprueba en la vida muelle de los cuarteles, ni en las vistosas paradas militares, sino en el arrojo, en el campo de batalla, en el fragor de la lucha cara a cara al enemigo, midiendo con él sus armas, su valor y su destreza; así el buen soldado de Cristo, revestido del valor propio de los cristianos de los tiempos heroicos, quiere decir de todos los tiempos, debe reconocer que ha sonado su hora, y que con las armas de la fe y de las buenas obras dentro de su pecho, no debe ser inferior en arrojo al mejor soldado de cualquier ejército. Todo el mundo sabe que la vitalidad de la doctrina católica es el arma mejor para combatir con los ideales del comunismo; pero, eso sí, a base de una vivencia netamente cristiana, no a medias, enfocada a la justicia social y al mejoramiento de las masas.

Sólo los muy egoístas y los muy ciegos se conforman con el mundo tal como ahora se encuentra, aunque el número de los ciegos al menos, va disminuyendo a ojos vistas. Entre los inconformes, que son muchos, algunos quisieran cambiarlo a espaldas de Dios y sin cambiar en nada la naturaleza humana; el resultado es confusión, amargura, guerra, nueva esclavitud; esto lo estamos viendo todos los días. Otros están pacientemente esperando que sea un tercero el que comience, y el resultado ha sido frustración y retroceso: un viaje hacia el caos.

Con reformadores de este jaez no se ve camino de la consecución de lo que se pretende y necesita; y si no queremos arrastrar el mundo desastre total, se impone con la mayor urgencia crear un nuevo tipo hombre, vaciado, desde luego, en el molde del Evangelio; crear un nuevo tipo de estadistas y de política, y un nuevo tipo de gobernantes, cerrando la puerta a toda improvisación de personas y métodos.

A decir verdad, y sin salimos de nuestro marco, reconocemos que los Gobiernos al uso corriente, salvo raras excepciones nos parecen gastados y fuera de tiempo; y por contemporizar demasiado, por falta visión unas veces, por falta de autoridad otras, y por sectarismos no pocas, han vivido y han gobernado muy frecuentemente a espaldas de Cristo y al margen de la realidad, contribuyendo a crear y a aupar elementos indeseables en todos los órdenes, sin pensar que iban deslizándose por un plano inclinado, el cual terminaba en una sima, donde estaba en acecho lo inesperado. ¡Infelices!

En todo caso, nos parece también que estos gobernantes han probado de sobra con hechos su insuficiencia, la de ellos y la de sus plataformas de gobierno, para dar solución a los gravísimos problemas planteados en toda la América Latina especialmente: problemas de escasa alimentación, de habitación inhabitable para seres humanos, de cultura pobre y aun paupérrima en todos los aspectos, de falta de higiene y falta de todo, menos de miseria y de abandono; lo que hemos denunciado repetidas veces de palabra y por escrito, aunque algunos lo ignoren.

No iban a ser, pues, éstos los dirigentes, y menos los renovadores, que los pueblos necesitaban y siguen necesitando para su bien, y para impedir el avance arrollador de los ideales cuidadosamente elaborados por sistemas avanzados, como el comunismo, en un medio tan propicio saturado de microbios, que en realidad se impone destruir.

Esta misión aunque algunos no quieran creerlo, está por sí reservada a la Iglesia, preocupada siempre por el bienestar espiritual, moral material de sus hijos, en favor de los cuales no ha hecho rnás, porque ordinario en otras manos estaban los recursos necesarios para tamaña empresa. Por eso de nuevo insistimos en la necesidad de que los cristianos todos, y con ellos los hombres de buena voluntad, se impongan deber ineludible de unirse en un mismo propósito y de sembrar y cultivar y distribuir con fervor y con entusiasmo la sencilla sana y fecund del Evangelio, y el conocimiento de la sapientísima doctrina social de 1a Iglesia, debiendo, por supuesto, ser los católicos los primeros en vivir nuestro cristianismo integralmente, en ser Evangelios vivientes, antes de que sea demasiado tarde.

Si Dios está con nosotros, decía San Pablo, ¿quién podrá contra nosotros? Sin duda, Dios quiere estar con nosotros, con los que le buscan y le aman, y aun lo quisiera también con los que le rechazan; pero no queramos utilizar a Dios para nuestros propósitos, en lugar de dejar que Dios nos utilice para los suyos. Hágase, Señor, tu voluntad, digamos. Y que nos dé la paz, la paz que él nos trajo, la que se basa en la Verdad y la Justicia.

Estamos terminando este escrito pocas horas antes de la celebración del grandioso acontecimiento de la entrada en el mundo por una cueva de Belén, del Salvador, del Redentor, del Libertador, del Príncipe de la Paz, al cual con fervor pedimos quiera renacer en nuestro corazón, en los de nuestros gobernantes y en los corazones de todo nuestro pueblo de Cuba, para la felicidad de todos, que tanto anhelamos.

Para todos el mensaje de Amor y Paz, que nos trajo el Salvador

Santiago de Cuba, 23 de Diciembre de 1960.

 

+ENRIQUE, Arzobispo de Santiago de Cuba.